Serena Williams está en el mismo sitio que Michael Phelps, Jordan, Tiger Woods: el pináculo. El deporte estadounidense en su más alto nivel. Campeones. Sinónimo de victoria. Sin embargo, aunque mitos modernos, su humanidad está latente y aunque no manchen su brillante carrera, hay días que nos recuerdan que nadie. Ni ellos. Están a salvo de un mal día.
Lo que ocurrió en la final del US Open, sin embargo, llama la atención por diversos motivos. La postal, primero, de Naomi Osaka, llorando en el que posiblemente sea el logro más grande de su carrera: por la edad, por el estadio, por la rival.
Por supuesto también la otra foto: Serena apuntando, amenazadora al referee. El coach lo reconoció, mandó señales, no así la Williams quién afirmó que prefería perder a hacer trampa. Por lo menos en aquel momento, demostró lo contrario. Quizá la desesperación. La última frontera como recurso para sobrevivir ante una raqueta imbatible, al grado que la raqueta de la estadounidense terminó por romperse en un gesto de frustración.
Enfrente, una nueva campeona se erigía sin saber lo que ocurría, al grado de decir, en plena premiación: “siento que haya sido así. Gracias por ver el partido”.
Hoy, un triunfo está marcado para la historia. Una leyenda que confirma su tamaño aún perdiendo en la peor forma posible, pues incluso para la ahora campeona del Abierto de los Estados Unidos, es la medida con la que las tenistas son medidas. ¿No hace eso incluso peor la actitud de Serena?
